S.S. Benedicto XVI: “Jesús nos enseña a llamar a Dios, Abbá, Padre”
En la Audiencia General de esta semana, cuarta de Mayo, Su Santidad Benedicto XVI, siguiendo su catequesis sobre la oración en las Cartas de San Pablo, ha centrado su meditación en el tema “El Espíritu y el abbà de los creyentes”.
Queridos hermanos y hermanas,
El miércoles pasado he mostrado cómo san Pablo dice que el Espíritu Santo es el gran maestro de oración y nos enseña a dirigirnos a Dios con términos afectuosos de hijos, llamándolo “Abba”, Padre. Así lo hizo Jesús, incluso en el momento más dramático de su vida terrena, Él nunca perdió su fe en el Padre y siempre lo ha invocado con la intimidad del Hijo amado. En Getsemaní, cuando siente la angustia de la muerte, su oración es: “Abba!, ¡Padre! Todo es posible para ti: ¡aleja de mi este cáliz! Sin embargo, no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú” (Mc. 14,36).
Desde las primeras etapas de su camino, la Iglesia ha acogido esta invocación y la ha hecho propia, sobre todo en la oración del Padre Nuestro, en la cual decimos todos los días: “Padre… Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo” (Mt. 6,9-10). En las cartas de san Pablo lo encontramos dos veces. El Apóstol, que acabamos de escuchar, se dirigió a los Gálatas con estas palabras: “Que ustedes son hijos lo demuestra el hecho que Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que grita en nosotros: ¡Abba!, ¡Padre! “(Gal 4,6). Y en medio de ese canto al Espíritu en el capítulo octavo de la Carta a los Romanos, san Pablo dice: “No han recibido un espíritu de esclavos para caer en el temor, sino que han recibido el Espíritu que nos hace hijos adoptivos, a través del cual gritamos: “¡Abba! ¡Padre! ” (Rom. 8,15). El cristianismo no es una religión del miedo, sino de la confianza y del amor al Padre que nos ama. Estas dos afirmaciones densas nos hablan del envío y de la recepción del Espíritu Santo, el don del Resucitado, que nos hace hijos en Cristo, el Hijo unigénito, y nos coloca en una relación filial con Dios, relación de profunda confianza, como la de los niños; una relación filial similar a la de Jesús, aunque diferente en el origen y diferente en el espesor: Jesús es el Hijo eterno de Dios que se hizo carne, y en él nos convertimos en hijos, con el tiempo, a través de la fe y los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación; gracias a estos dos sacramentos somos inmersos en el misterio pascual de Cristo. El Espíritu Santo es el don precioso y necesario que nos hace hijos de Dios, que realiza aquella adopción filial a la que todos los seres humanos están llamados porque, como indica la bendición divina de la Carta a los Efesios, Dios, en Cristo, “nos eligió antes de la fundación del mundo para ser santos e irreprochables ante él por el amor, predestinándonos a ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo” (Ef. 1,4).
Tal vez el hombre moderno no percibe la belleza, la grandeza y el profundo consuelo contenidos en la palabra “padre” con la que podemos dirigirnos a Dios en la oración, porque la figura paterna a menudo hoy no está suficientemente presente, y a menudo no es suficientemente positiva en la vida diaria. La ausencia del padre, el problema de un padre no presente en la vida del niño es un gran problema de nuestro tiempo, por lo que se hace difícil entender en profundidad qué significa que Dios sea Padre para nosotros. De Jesús mismo, por su relación filial con Dios, podemos aprender lo que significa exactamente “padre”, cual es la verdadera naturaleza del Padre que está en los cielos. Los críticos de la religión han dicho que hablar de Dios como “Padre” sería una proyección de nuestros padres hasta el cielo. Pero la verdad es lo contrario: en el evangelio, Cristo nos muestra quién es el padre y cómo es un verdadero padre, por lo que podemos intuir la verdadera paternidad, aprender también de la verdadera paternidad. Pensemos en la palabra de Jesús en el Sermón de la Montaña, donde dice: “Amen a sus enemigos y oren por los que los persigan, para que sen hijos de su Padre que está en los cielos” (Mt. 5,44-45). Es justamente el amor de Jesús, el Hijo unigénito –que llega al don de sí mismo en la cruz–, el que nos revela la verdadera naturaleza del Padre: Él es Amor, y también nosotros, en nuestra oración de hijos, entramos en este circuito de amor, amor de Dios que purifica nuestros deseos, nuestras actitudes marcadas por el encierro, de la autosuficiencia, del egoísmo típico del hombre viejo.
Me gustaría detenerme un momento sobre la paternidad de Dios, para que podamos dejarnos calentar el corazón con esta realidad profunda que Jesús nos ha hecho conocer plenamente y para que se nutra nuestra oración. Por tanto, podemos decir que en Dios el ser Padre tiene dos dimensiones. En primer lugar, Dios es nuestro Padre, porque Él es nuestro Creador. Cada uno de nosotros, cada hombre y mujer es un milagro de Dios, es querido por Él, y es conocido personalmente por Él. Cuando en el libro del Génesis se dice que el ser humano es creado a imagen de Dios (cf. 1,27), se quiere expresar propiamente esta realidad: Dios es nuestro Padre, por Él no somos seres anónimos, impersonales, sino que tenemos un nombre. Hay una palabra en los Salmos que siempre me toca cuando rezo: “Tus manos me han formado”, dice el salmista (Sal. 119,73). Cada uno de nosotros puede expresar, con esta hermosa imagen, la relación personal con Dios: “Tus manos me formaron. Tú me has pensado, me has creado y querido”. Pero esto no es suficiente aún. El Espíritu de Cristo nos abre a una segunda dimensión de la paternidad de Dios, más allá de la creación, porque Jesús es el “Hijo” en el sentido pleno, “de la misma sustancia del Padre”, como profesamos en el Credo. Convirtiéndose en un ser humano como nosotros, con la encarnación, muerte y resurrección, Jesús a su vez nos recibe en su humanidad y en su mismo ser de Hijo, para que así nosotros podamos entrar en su específica pertenencia a Dios. Es cierto que nuestro ser hijos de Dios no tiene la plenitud de Jesús: nosotros debemos serlo cada vez más, a través de lo largo del camino de toda nuestra vida cristiana, creciendo en el seguimiento de Cristo, en la comunión con Él para entrar siempre más íntimamente en la relación de amor con Dios Padre, que sostiene nuestra vida. Y es esta realidad fundamental la que se nos revela cuando nos abrimos al Espíritu Santo y Él nos hace dirigirnos a Dios, diciendo: “¡Abba!” “¡Padre! ” Realmente entramos más allá de la creación en la adopción con Jesús; estamos unidos realmente en Dios e hijos en un mundo nuevo, en una nueva dimensión.
Pero ahora me gustaría volver a los dos pasajes de san Pablo que estamos considerando sobre esta acción del Espíritu Santo en nuestra oración; también aquí hay dos pasos que se corresponden pero que contienen un tono diferente. En la Carta a los Gálatas, de hecho, el Apóstol dice que el Espíritu clama en nosotros “¡Abbá! ¡Padre!”; en la Carta a los Romanos nos dice que está en nosotros el gritar “¡Abba! ¡Padre!”. Y san Pablo quiere que entendamos que la oración cristiana nunca es, jamás es una vía única de nosotros hacia Dios, no es sólo un “actuar nuestro”, sino es una expresión de una relación recíproca en la que Dios actúa en primer lugar: es el Espíritu que clama en nosotros, y nosotros podemos clamar porque el impulso viene del Espíritu Santo. Nosotros no podemos orar si no estuviera inscrito en la profundidad de nuestro corazón el deseo de Dios, el ser hijos de Dios. Desde que existe, el homo sapiens siempre está en busca de Dios, trata de hablar con Dios, porque Dios se ha inscrito a sí mismo en nuestros corazones. Así que la primera iniciativa viene de Dios, y con el bautismo, de nuevo Dios obra en nosotros, el Espíritu Santo actúa en nosotros; es el iniciador de la oración para que podemos hablar después con Dios y decir “Abba!” a Dios. Entonces su presencia da inicio a nuestra oración y a nuestra vida, abre los horizontes de la Trinidad y de la Iglesia.
También comprendemos, este es el segundo punto, que la oración del Espíritu de Cristo en nosotros y la nuestra en Él, no es sólo un acto individual, sino un acto de toda la Iglesia. En el orar se abre nuestro corazón, entramos en comunión no sólo con Dios, sino también con todos los hijos de Dios, porque somos una sola cosa. Cuando nos dirigimos al Padre en nuestra habitación interior, en el silencio y en el recogimiento, nunca estamos solos. Quien habla con Dios no está solo. Estamos dentro de la gran oración de la Iglesia, somos parte de una gran sinfonía que la comunidad cristiana dispersa por toda la tierra y en cada tiempo eleva a Dios; es cierto que los músicos y los instrumentos son diferentes –y esto es un elemento de la riqueza–, pero la melodía de alabanza es única y en armonía. Cada vez, entonces, que exclamamos y decimos: “¡Abba! ¡Padre! “, es la Iglesia, toda la comunión de los hombres en oración la que sostiene nuestra oración y nuestra oración es la oración de la iglesia. Esto también se refleja en la riqueza de los carismas, de los ministerios, de los trabajos, que realizamos en la comunidad. San Pablo escribe a los cristianos de Corinto: “Hay diversidad de carismas, pero uno solo es el Espíritu; hay diferentes ministerios, pero sólo uno es el Señor; hay diferentes actividades, pero uno solo es Dios que obra todo en todos”(1 Cor. 12,4-6). La oración guiada por el Espíritu Santo, que nos hace decir: “¡Abba! ¡Padre!” con Cristo y en Cristo, nos inserta en el único gran mosaico de la familia de Dios, donde cada uno tiene un lugar y un rol importante, en profunda unidad con el conjunto.
Una nota final: nosotros aprendemos a clamar “¡Abba!,¡Padre!” con María, la Madre del Hijo de Dios. El cumplimiento de la plenitud del tiempo, del cual habla san Pablo en la Carta a los Gálatas (cf. 4,4), se produce en el momento del “sí” de María, de su adhesión a la voluntad Dios: “He aquí la esclava del Señor” (Lc. 1,38).
Queridos hermanos y hermanas, aprendamos a disfrutar en nuestra oración de la belleza de ser amigos, también hijos de Dios, de poderlo invocar con la confianza que tiene un niño con los padres que lo aman. Abramos nuestra oración a la acción del Espíritu Santo para que grite en nosotros a Dios “¡Abba!¡ Padre!”, y para que nuestra oración cambie, convierta constantemente nuestro pensamiento, nuestra acción, para que se vuelva conforme a la del Hijo Unigénito, Jesucristo. Gracias.
Traducción del original italiano por José Antonio Varela Vidal
©Librería Editorial Vaticana