“El Pelé”: Querido beato gitano martirizado por su amor a la Virgen
Lo asesinaron brutalmente el 1 de agosto de 1936 milicianos del Frente Popular a causa de su amor a la fe católica. Ante el pelotón de ejecución, levantó el rosario y gritó: “¡Viva Cristo Rey!”. San Juan Pablo II le beatificó en 1997.
Se cree que nació el 26 de agosto de 1861 en Benavent de Segriá, Lérida, España, aunque fue bautizado en Fraga, Huesca. Así como sus padres recibían el apodo de “el Tichs” y “la Jeseía”, bien niño comenzó a ser conocido como “el Pelé”. En su ambiente el artículo antepuesto al nombre es signo de llaneza.
Con ese mismo respeto lo describió el 2 de mayo de 1997 el periódico de la Santa Sede, L’Osservatore Romano: “Gitano, el primer beatificado de su raza, conocido familiarmente como «el Pelé», seglar, de la Tercera Orden Franciscana. Tratante de caballerías, hombre cabal y honrado, era muy devoto de la Virgen y de la Eucaristía, generoso con los más necesitados y preocupado por la catequesis de los niños. Le llevaron al martirio en 1936 la defensa de un sacerdote y el empeño en seguir rezando el rosario”.
Canastillos de El Pelé
Cantaora que sorprende al Papa Francisco 😊 con cante de homenaje al Beato Ceferino
El escenario de su acontecer fueron los caminos, las intrincadas y hermosas veredas de las montañas aragonesas, que recorría con los canastillos fabricados por él para su venta. Así ayudaba a su madre, que un día se despertó con un vacío en el lecho y en el corazón, porque el cabeza de familia había abandonado a los suyos. Pero un tío, afincado en Barbastro, enseñaría al Pelé la artesanía del mimbre, su primer oficio. Y en esta localidad oscense se instaló con su madre y hermanos en 1880; fue el lugar donde vivió hasta el fin de sus días.
Siguiendo la ley gitana se desposó por este rito con la catalana Teresa Jiménez Castro, de su propia raza. Entonces tendría alrededor de 20 años. Luego, en 1912, el matrimonio se efectuó en el sacramento de la Iglesia católica. A ésta le condujo un docente universitario, Nicolás Santos de Otto, que fue instruyéndole en las verdades esenciales de la fe. Teresa, mujer trabajadora y de empuje, había recibido una formación básica que le permitía manejarse con la lectura y la escritura. En cambio, Ceferino Giménez era analfabeto. Sensible y de gran corazón supo comprender enseguida el alcance de lo que iba aprendiendo. Se caracterizaba por su generosidad; los necesitados siempre encontraban en él una mano amiga a la que acudían porque sus dádivas no les faltaban.
Forjando familia
En la espléndida tierra de este hombre, honrado y cabal, germinaron las semillas que habían depositado en él. Se fue vinculando a la Iglesia, y progresivamente se acrecentó su devoción por la Eucaristía y por la Virgen María. Mientras, su buen oficio como tratante de caballerías, haciendo negocios por diversas localidades, le fue situando en un estatus económico de cierto nivel. Como su esposa y él no tuvieron descendientes, adoptaron a una sobrina, “la Pepita”, ocupándose Teresa de que recibiese una formación que pocos de su raza podían soñar entonces.
A Ceferino le tocó vivir en una época convulsa, dada a las rencillas, que supo neutralizar promoviendo la paz y concordia entre sus conciudadanos y los de pueblos vecinos. Acudían a él tanto los gitanos como los payos porque todos le tenían conceptuado como un hombre de ley. Sin embargo, en un momento dado fue injustamente acusado de un robo en el Vendrell y lo recluyeron en la cárcel de Valls. Da idea del justo respeto que se había ganado y la alta reputación que tenía, el clamor de su abogado, quien al defenderlo, exclamó: “El Pelé no es un ladrón, es san Ceferino, patrón de los gitanos”. Su ejemplo era nítido y transparente, no daba lugar a dudas: acudía a misa y rezaba el rosario diariamente, recibía la comunión con frecuencia y era pródigo en su caridad. Le veían participar en los jueves eucarísticos, la Adoración nocturna, las Conferencias de San Vicente de Paúl y en la Tercera Orden Franciscana, porque de todas estas asociaciones era miembro. También era catequista de niños a los que transmitía esa sabiduría envidiable que poseen las almas sencillas e inocentes como él. De modo, que el hecho de no tener cultura no fue impedimento para que le acogiesen los que tuvieron la fortuna de recibirla.
Pero a finales de julio de 1936, hallándose vivo el fragor de la guerra, vio cómo un grupo de revolucionarios milicianos arrastraban a un sacerdote por las calles. Contempló horrorizado el escarnio y, sin pensarlo dos veces, salió en su defensa. De lo más hondo de sí mismo surgió esta exclamación: “¡Virgen, ayúdame! ¡Tantos hombres armados contra un sacerdote indefenso!” Por ese gesto bravío y justo, fue detenido y encarcelado. El odio es ciego a todo respeto; no entiende de edad. Ceferino tenía entonces 75 años; no era un niño. Pero los milicianos iban a pasar por alto este y otros extremos porque la sinrazón que acompaña a la barbarie es así. Y viendo que llevaba un rosario en el bolsillo, como se hacía con los primeros mártires de la fe quisieron negociar su vida; le ofrecieron la libertad si se comprometía a dejar de rezarlo. El beato se negó en redondo, aunque sabía que con ello daba paso a su muerte.
Lo llevaron, con el sacerdote, a una cárcel improvisada: el convento de las Capuchinas, donde ya había 350 detenidos. La situación era delicada y estaba dominada por los humores de la plaza y de los milicianos. Era preciso tener prudencia, no irritar a los revolucionarios. La hija adoptiva, Pepita, de 12 años, le llevaba de comer a la cárcel todos los días. Papá Pelé la hacía permanecer un poco con él y juntos rezaban el rosario. En la cárcel, todos “rezaban el rosario y oraban” (Summ., p. 23), pero el Pelé era incansable en la oración: “el rosario significaba la fe en Cristo”. Los carceleros estaban muy enojados con eso y muchos de los presos aconsejaban al gitano que fuera más discreto y “prudente”.
El Pelé no tenía ninguna importancia política y, en una situación como la que había en España, recién estallada la revolución, se pensaba que una figura como la del Pelé no tenía nada que pudiera perjudicar a los revolucionarios. Por esto alguien pidió ayuda a un anárquico de Barbastro, Eugenio Sopena, uno de los miembros más influyentes del comité revolucionario, que estimaba a nuestro gitano y vivía en un apartamento situado en el mismo edificio donde vivía el Pelé. Sopena hizo presión, pero le respondieron que el gitano ejercía influencia en los presos desde un punto de vista religioso. Por tanto, debía comenzar por eliminar el rosario y dejar de rezar. Sopena le pidió varias veces que le entregara el rosario: “¡Te matarán!”, le decía, pero era inútil. También la pequeña Pepita insistía: “Dame el rosario, bótalo, que podría pasarte algo”. Un testigo declaró en el proceso de beatificación: “Quizás se hubiera salvado de la muerte (…). Tal como estaban las cosas en ese momento, el siervo de Dios sabía que lo fusilarían si no renegaba de la propia fe”.
Por poco tiempo compartió el minúsculo espacio de 5 metros cuadrados habitado por el terror de ordinario, y por la esperanza de las quince personas que le acompañaron en esos postreros instantes, encaminándose junto a él a obtener la palma del martirio. Y en Barbastro, la madrugada del día 2 o del 9 de agosto, le condujeron al cementerio fusilándole junto a las tapias. Sus últimas y triunfantes palabras martiriales, pronunciadas con el rosario entre las manos, fueron: “¡Viva Cristo Rey!”.
Fuente: Portaluz.org