Asombrosa intercesión de una madre después de la muerte
La infancia de Maurizio Patriciello transcurrió en Frattaminore, un municipio habitado por personas de escasos recursos y con fuerte presencia de la camorra, en los suburbios de Nápoles (Italia).
Tenía tan solo 17 años cuando una calurosa tarde de junio falleció su madre. Fue repentino. Él y sus hermanos, poco más que niños, no tuvieron tiempo siquiera para despedirse. Después de la muerte de su progenitora, se apasionó buscando “experiencias” que pudieran satisfacer su “sed de verdad” y durante varios años asistió a una comunidad de evangélicos pentecostales.
“Los años siguientes me vieron buscando sinceramente el significado de la vida y comencé a frecuentar una pequeña comunidad de hermanos evangélicos. A ellos, a estos ángeles que encontré en mi camino, les debo tanto. (…) Pero algunas cosas no me quedaban claras, como el temor de estos queridos amigos y hermanos de que la oración dirigida a María pudiera, de alguna manera, oscurecer la figura de Jesús”, escribe Maurizio décadas después en su portal web.
Cada vez que surgían discusiones sobre este asunto en aquella comunidad, Maurizio recordaba a su madre. Ella, después de un día dedicada a cuidar al esposo y sus cinco hijos, tomaba descanso a los pies de la Santísima Virgen María recitando el rezo medular del Rosario: Ave Maria gratia plena, Dominus tecum…
“De los pocos recuerdos que siempre me han acompañado —escribe Maurizio—, mi madre se me aparece así: de pie, rezando el Rosario con las manos juntas en la habitación, delante de la cómoda más alta sobre la que estaba la imagen de Nuestra Señora del Rosario de Pompeya. Una dulce y conmovedora cantinela, una nana apenas susurrada. La veo entonces cuando viene a arroparnos, asegurándose de que sus niños han dicho las oraciones: «¿Y tú, hijo? ¿Rezaste la oración a Nuestra Señora?»”.
Su respeto por los cristianos no católicos le permitía valorar el celo que estos sienten por la divinidad del Hijo de Dios y el ser responsables de permanecer fieles a la Palabra. Sin embargo, puntualiza, “dentro de mí sentía, por intuición, que mi madre tenía razón”.
Un día un monje apareció en el camino de Maurizio mientras iba manejando su auto hacia Roma. Descalzo, la tonsura enmarcando su cabeza, el hábito andrajoso y todo remendado, el monje le hizo dedo, pidiendo por caridad que le diera un aventón en el auto. “De aspecto extraño y desaliñado —confidencia Maurizio— pensé que era un seguidor de alguna secta oriental. Sin embargo, una cosa me llamó la atención. De su costado colgaba un objeto que me recordaba mucho a lo que usaba mi madre cuando rezaba. Era la corona del Rosario. Entonces, ese joven barbudo debía ser un cristiano católico. ¿Un monje? ¿Un hombre que le entregó su vida a Jesús? Me detuve. Se subió al coche. Entramos directamente en confianza. «¿Quién eres?» le pregunté, sonriendo. «Me llamo hermano Riccardo. Soy un fraile franciscano»”.
Cuando llegaron a la Ciudad Eterna y el fraile se bajó del auto, Maurizio lo siguió con la mirada. Pocos días después fue a buscarlo y la amistad surgió espontánea. En el jardín del particular convento —cuatro vagones de tren en las afueras de Nápoles— donde vivía el hermano Riccardo, se respiraba paz a pleno pulmón y allí resurgió con fuerza el recuerdo del rezo materno: Ave Maria gratia plena, Dominus tecum…
“Durante el verano fui en peregrinación a Lourdes. Lourdes, la Gruta, las piscinas, la presencia viva de María. Me quedé a sus pies durante horas. La miré, la contemplé, me enamoré de Ella mientras balbuceaba mil veces las palabras que conmueven mi historia: «Dios te Salve María, Llena eres de Gracia…». Le pedí luz, tenía miedo de dar un paso en falso. ¡Sacerdote! ¿Es eso posible? Ella sonrió. En Lourdes comprendí que el camino era justo ese. (…) Un día vi un cuadro viejo, descolorido y destartalado en la calle. Una imagen de Nuestra Señora del Rosario de Pompeya, idéntica a la que se perdió en mi infancia. Me apresuré a rescatarla. Me la llevé a casa. Encontré el viejo tocador. Reconstruí el pequeño altar delante del cual mi madre —con sencillez, confianza infinita, sin dudar nunca de la bondad, la comprensión y el amor de Nuestra Señora del Rosario—, todas las tardes le abría el corazón pidiéndole que acompañara y bendijera a sus hijos. Y ella, María, como una verdadera señora, ha cumplido su palabra”.