La oración que rezo en los momentos más oscuros: un testimonio de Costa Rica
Creo que alguna vez lo he comentado: me gusta mucho sentarme a reflexionar por las mañanas, luego de beber un delicioso café con granos de altura que prepara mi esposa Vida. Tomar un café aromático es una experiencia única que aprendí en los años de la infancia en la bella Costa Rica. Allá cada tarde las familias se reúnen para tomar el café y compartir los acontecimientos del día.
Me encantaban esos momentos del café, con panecillos horneados en la panadería de la vuelta y mermelada casera recién preparada. Te enterabas de los últimos acontecimientos familiares y pasabas un rato agradable, acogedor.
La devoción a la Virgen Santísima está muy arraigada en los hogares costarricenses, donde a diario se reza el santo Rosario. La casa de mi abuelita era uno de ellos. A varias cuadras de su casona de madera estaba la Iglesia La Dolorosa. Mi abuelita rezaba el rosario cada tarde, sentada en su cama, antes de bajar a tomar el café.
El mundo es curioso, de pronto un día te sientas a reflexionar y tienes 63 años. Tu abuela que tanto cuidó de ti, ya no se encuentra para darte sus caricias y palabras de consuelo y amor. El viejo barrio tampoco existe. Las casas las han derrumbado y muchas se convirtieron en amplios estacionamientos.
¿Qué nos quedan? Los bellos recuerdos, las enseñanzas, los libros leídos, la fe, la familia, lo aprendido de nuestros abuelos y padres.
De esos tiempos guardo una oración que rezo en los momentos más oscuros, cuando todo parece perdido y no hayas salida.
Es justo en esos momentos de dificultad cuando acudo a nuestra Madre Celestial y pido su auxilio. Nunca he tenido que esperar una respuesta. Ella siempre escucha y atiende y auxilia a sus hijos.
La imagino hablándole a Jesús de nosotros: “Hijo mío, esa persona te necesita, ayúdale”.
Acudo ante ella con el Acordaos, la oración de san Bernardo. ¿La conoces? Es maravillosa. La transcribo para ti.
Acordaos, ¡oh piadosísima Virgen María!, que jamás se ha oído decir que ninguno de los que han acudido a vuestra protección, implorando vuestro auxilio, haya sido desamparado.
Animado por esta confianza, a Vos acudo, Madre, Virgen de las vírgenes, y gimiendo bajo el peso de mis pecados me atrevo a comparecer ante Vos.
Madre de Dios, no desechéis mis súplicas, antes bien, escuchadlas y acogedlas benignamente. Amén.
Fuente: Claudio de Castro — Aleteia.org