Los Santos y el Rosario: San Chárbel Majluf

La oración del Rosario está íntimamente ligada a la santidad. Abre camino a gracias especiales del Espíritu Santo por intercesión de la Virgen María; gracias que, como enseña San Luis Grignion, buscan reproducir en las almas al propio Cristo, modelo absoluto de perfección. Por eso, todos cuantos han caminado con amor y decisión rumbo a la santidad muestran invariable aprecio hacia esta devoción, que no miran como una rutina sino como un canal abierto a la comunicación con Dios, a través del cual se obtienen maravillas.

El monje maronita San Charbel Majluf vivió inmerso en la contemplación y la oración. En su vida silenciosa y profunda, pero a la vez radiante y comunicativa, el Rosario nunca estuvo ausente.

San Charbel MajlufNació el 8 de Mayo de 1828 en Beqaa-Kafra, el lugar habitado más alto del Líbano, cercano a los famosos Cedros. Lo bautizaron como Yusef Antón Makhluf. Su familia, modesta y humilde, manifiesta una acendrada piedad y una fe firme.

La devoción fue siempre premisa en el hogar: cada noche la familia se reunía junto a un altarcito que su madre dedicaba a la Santísima Virgen, quemaban incienso y rezaban el Rosario.

En este ambiente de fe, sufre la pérdida de su padre cuando contaba con solo tres años de edad.

Yusef creció con el ejemplo de dos de sus tíos, ambos ermitaños. Aunque era sólo un joven pastor, cultivaba una profunda piedad; cuando llevaba a pastar los animales de la familia, se retiraba a rezar ante una imagen de la Virgen, rezaba el rosario y quemaba un poco de incienso que conseguía luego de ayudar a misa.

Su docilidad y alegría se armonizaban con una admirable determinación espiritual. Así, cuando sintió el llamado claro de Dios para la vida religiosa, a la edad de veintitrés años, dejó su casa en secreto y entró al monasterio de Nuestra Señora de Mayfuq, tomando el nombre de un mártir Sirio, Charbel. Ordenado sacerdote en 1859, fijó como su residencia el monasterio de San Marón en Annaya.

Modelo de monje y ermitaño

El Padre Charbel vivió en esta comunidad por quince años, y fue un monje ejemplar. En los recuerdos reunidos años más tarde, la figura del Padre Charbel era recordada por su austeridad y por el rosario que llevaba en sus manos.

Disfrutaba pasar su tiempo cantando el oficio en el coro, trabajando en los campos y gozaba de la lectura espiritual, pero más tarde pidió y recibió el permiso para retirarse a vivir como ermitaño. Los monjes maronitas están generalmente comprometidos con el trabajo parroquial y pastoral, pero el permiso se concede siempre a esas almas elegidas que sienten el llamado a la vida ermitaña para impulsar su vocación, generalmente en grupos de dos o tres.

Así comenzó para el Nuevo ermitaño esa vida sagrada que ha sido inalterada desde los días de los Padres en el desierto: ayuno perpetuo, con abstinencia de carne, frutas y vino, trabajos manuales santificados por la oración, un lecho compuesto de hojas y cubiertos con piel de cabra como cama y un pedazo de madero colocado en el lugar habitual de una almohada, con la interdicción de dejar la ermita sin permiso expreso.

San Charbel se puso bajo la obediencia de otro ermitaño, y pasó veintitrés años así, sus diversas austeridades parecían sólo incrementar la robustez de su salud. La única perturbación a su oración venía en la forma de la siempre creciente ola de visitantes atraídos por su reputación de santidad que buscaban consejo, la promesa de oración o algún milagro.

El final del silencio… y el principio de los milagros

san-charbel-325x440pxEntonces una mañana, a mediados de Diciembre de 1898, se enfermó sin previo aviso, justo antes de la consagración mientras celebraba una Misa. Sus compañeros le ayudaron a llegar su celda, la cual nunca volvió a dejar. La parálisis gradualmente se apoderó de él. La noche de Navidad murió, repitiendo la oración que no había podido terminar en el altar: “Padre de Verdad, Tu Hijo amado, que hace un increíble sacrificio por nosotros, acepta esta ofrenda: El murió para que yo pudiera vivir. Toma esta ofrenda. Acéptala”. Estas palabras resumieron una vida de setenta años.

Su cuerpo fue sepultado en la cripta del convento, que durante 45 días estuvo rodeado de una misteriosa y extraordinaria luminosidad avistada desde kilómetros de distancia, atrayendo a una auténtica marea de devotos que querían dar su último adiós al que ya aclamaban como santo, y tratar de robar alguna reliquia de sus restos mortales.

El cuerpo que dimanaba aceite

Aquella luminosidad obligó a los monjes del monasterio a exhumar su cuerpo, el cual fue hallado flotando en el barro que se había acumulado en la cripta inundada, entre otros cuerpos en descomposición, permaneciendo absolutamente fresco, flexible e incorrupto, para asombro de todos. Recordemos que conforme a la Regla de la Orden, el cuerpo debía ser sepultado directamente en la tierra o en su cripta. El cuerpo fue recuperado, adecentado e introducido en un féretro convenientemente. Aquel suceso fue clave para la beatificación del ermitaño, de forma que su cuerpo, tras la misma, fue expuesto en una urna de cristal a la devoción de los miles de fieles que deseaban contemplarlo.

A todo esto hay que añadir que desde su exhibición a los fieles el cuerpo vino manifestando un misterioso fluido líquido que sudaba en tal cantidad que casi a diario obligó a los religiosos a cambiar su hábito, el cual retiraban absolutamente empapado. Era un líquido rojizo, sanguinolento en ocasiones, y transparente, oleoso en otras, pero tenía un nexo común… producía curaciones milagrosas.

Durante las décadas posteriores, el cuerpo del santo ha ido fluyendo ese misterioso óleo que ha producido multitud de milagros en los enfermos que lo han tocado, contra todos los diagnósticos y pronósticos de la ciencia médica. El día de su Canonización, el cuerpo de San Charbel, que se manifestaba intacto y perfectamente conservado, se desintegró totalmente, dejando solo visibles los huesos del cuerpo…


Fuentes: Mercaba / Charbelfriends.com / Biografía de San Charbel, por el Padre Ángel Peña o.a.r.