Satoko Kitahara, la “Madre Teresa” que rezaba el Rosario en el Japón de posguerra
En Estados Unidos se acaba de publicar la historia de conversión a la fe católica y de servicio a los más pobres en el Japón de posguerra de Satoko Kitahara (1929-1958), una mujer considerada por muchos como una versión nipona de la Madre Teresa, con la diferencia de que murió todavía joven. El libro, publicado en inglés por Ignatius Press, fue escrito por Fray Paul Glynn, S.M., relatando la apasionante historia de Satoko: su conversión, la vida de entrega que vivió después, y su vínculo íntimo con la Virgen María.
De familia rica, despidiendo kamikazes
Satoko había nacido el 22 de agosto de 1929, hija menor de una noble familia descendiente de los antiguos samuráis y de sacerdotes sintoístas. Su tranquila infancia fue conmocionada el año 1940, con la entrada del país en la Segunda Guerra Mundial. Como tantas otras muchachitas, junto a sus compañeras del colegio despidió con flores y banderitas a los adolescentes suicidas que partían volando a estrellar sus aviones llenos de explosivos contra los barcos norteamericanos, los famosos kamikazes (palabra que significa “viento de los dioses”). Satoko se sentía inflamada con el fervor de su heroica dedicación. Precisamente por esa admiración, la derrota y luego el dolor acarreado por la guerra significó para ella una honda desilusión que la movió a radicales cuestionamientos.
Experimentó esos años de orgullo nihilista, el horror espantoso de las bombas atómicas y la inconcebible rendición del divino emperador Hirohito, quien recibía culto religioso como descendiente de los dioses. Vio llegar al derrotado Japón a los odiosos extranjeros, los norteamericanos, y con ellos algunos de sus religiosos, misioneros del cristianismo, una fe extraña, absolutamente ajena: la fe del enemigo.
La Virgen la cautiva por sorpresa
En 1947 vagaba por las calles en un país en ruinas y desconcertado, y llegó por casualidad a una iglesia católica japonesa, la primera que veía en su vida. Ante la iglesia había una estatua barata, no muy hermosa, de una mujer con un manto y una túnica. Era la Virgen de Lourdes.
“Era la primera vez que veía una estatua de la Madre Bendita”, escribiría años después. “Algo, no sé qué, me atraía a entrar en la iglesia. Miré la estatua, sintiendo la presencia de una fuerza que atraía mucho pero no podía explicar. Siempre había sentido una vaga pero fuerte nostalgia hacia lo Puro. No era algo que pudiera describir con palabras, pero era algo que ciertamente estaba en mí desde niña”.
Luego descubriría que ella había nacido en una fecha especial para los católicos: la Fiesta del Corazón Inmaculado de María, una fiesta de celebración de la pureza de la Mujer inmune a las acechanzas del demonio.
Satoko entró en la parroquia y habló con unas religiosas, las Hermanas de la Misericordia. Les preguntó por el lugar, por su función, por su religión y en general por el sentido de las cosas en un mundo sin sentido, un mundo de pobreza, de imperios desaparecidos, de dioses-emperadores que sólo eran hombres, de tecnologías que podían destruir la vida humana… En su alma delicada, aquellas mismas fibras que vibraron una vez con el heroísmo de los kamikazes, se reanimaban ahora contemplando la total entrega de esas religiosas al servicio de un ideal más grande que la propia vida.
Era un mundo de pecado y dolor, que necesitaba un Salvador: Jesucristo, el Hijo de María. Se siente atraída por la paz y el silencio de la capilla, por la oración. Se maravilla ante la Eucaristía, descubre la devoción a la Virgen Madre y recupera por fin la alegría y la paz en la oración. En pocos meses de diálogo con las Hermanas, y pese a la oposición de su familia, Satoko se bautizó, eligiendo los nombres de Elizabeth y María.

Satoko rezando el rosario con Fray Zenón y un laico
Después conoció a un misionero polaco, el Hermano Zenón, que había sido discípulo de San Maximiliano Kolbe y había llegado a Japón sin saber ni una palabra del idoma dispuesto a convertir todo el archipiélago. El fraile y la joven japonesa encajaron bien, y él la envió a servir a los más pobres en los barrios más miserables de Japón. Los llamaban los “hormigueros” por la sobrepoblación y actividad constante que reinaba en ellos, y muchos veían a sus habitantes casi como semi-humanos, viviendo de la basura.
Darse hasta el extremo
Elizabeth María Kitahara empieza por recuperar la Navidad, ayudando en los preparativos junto a las religiosas. Obtiene un gran éxito y la gratitud de los habitantes de esos sectores pero, sintiendo que Dios le pide más, se involucra a fondo, compartiendo con ellos la vida diaria. Colabora en la venta de materiales recolectados, organiza salas de estudio y comedores públicos. Pero su salud se debilita. Era el advenimiento de una prueba: tras la convalecencia, descubre que otra mujer ha realizado su trabajo durante ese tiempo y han llegado ayudas de todo Japón para mantener esa obra. Siente, pues, que ya no es necesaria y que ha fracasado humanamente. Atravesaba la purificación interior, acompañada por tentaciones y dudas. Con los consejos de Fray Zenón, la confianza puesta en María y la perseverante oración, Satoko se mantiene firme. Toma una decisión final: abandona su ambiente y sus comodidades para instalarse en el “Hormiguero”, dócil a la pura voluntad de Dios, a imitación de María. Ante ese ejemplo sencillo y radical de virtud y nobleza conjugadas, muchas personalidades se convierten al cristianismo.
Murió a los 29, el rosario en sus manos
Con la conciencia del deber cumplido, Elisabeth María Kitahara murió el 23 de enero de 1958, con apenas 29 años, por una falla renal. El día de su muerte tenía el rosario en sus manos. Muchos ya entonces la consideraban una santa de heroica virtud en su caridad. Sólo llevaba 10 años de vida como católica.
Fuentes: Cari Filii / Catholic Herald / SDPV