Esperanza para el ladrón. Testimonio de un sacerdote misionero
Había estado en el confesionario toda la noche. Faltaban quince minutos para la media noche, e iba subiendo las escaleras para mi cuarto, cuando el timbre de la puerta sonó. Fui a la puerta.
-¿ Quién es?, pregunté.
-Un hombre que quiere ver a un sacerdote.
-Pero… ésta no es hora de ver a un padre. ¿Hay alguien enfermo?, dije
-Sí, padre, fue la respuesta de una voz muy triste… “Yo estoy peor que enfermo”.
Abrí la puerta, y me vi enfrente del que hablaba, un hombre harapiento.
-Padre, ¿quiere usted salvar un alma?
Entró como si fuera de la casa, sin esperar a ser invitado. Usualmente tal procedimiento me hubiera alarmado, pero en ese momento no sentí miedo alguno. Con la luz tenue del pasillo, lo pude ver detalladamente. Al quitarse la gorra, logré ver una tez blanca y ojerosa, el cabello despeinado, un abrigo harapiento y unas manos mugrosas. Los ojos eran claros y lucían ansiosos… Yo simplemente esperé a ver lo que él tenía que decir.
-Padre, soy un ladrón y pertenezco a una pandilla de bandoleros. No, no tenga miedo. Antes era un buen católico, pero no he practicado mi religión desde hace años. Esta noche asalté a un obrero, el cual acababa de recibir su paga. Lo agarré por el cuello, y tomé de su bolsillo un rollo de billetes, enredado entre ellos había un rosario. Cuando vi esas cuentas, sentí un tremendo escalofrío. De repente vi delante de mí, la cara de mi madre. Como una centella, le tiré el dinero en las manos al hombre, gritando: ‘¡Lárgate! ¡Yo me quedo con esto!’ Antes de que él pudiera gritar, corrí, volando, a través del callejón a esconderme, para sentarme y mirar el rosario.
Me pareció ver nuestra casita en el campo, y a mi vieja madre (Que en paz descanse.) sentada en su silla en el portal con las cuentas del rosario en el regazo. El sol alumbraba, y los animales en la granja, hacían sus ruidos rutinarios, pero mamá me miraba a mí. ‘Que quieres, mamá?’ ‘Nada, hijo, solamente que seas un buen hombre. Yo estoy rezando el rosario por ti’. Padre… oí su voz tan claramente como estoy escuchando la mía, y me desmoroné. Resolví que iba a cambiar y a convertirme en un hombre honesto e ir a ver a un sacerdote esta misma noche. No creía encontrar sacerdote alguno a estas horas, pero creo que Dios se apiadó de mí cuando Él lo envío a usted.
-Hijo – dije-, ¿quieres confesarte?
-Eso es lo que me trajo aquí, padre.
Entramos en un pequeño cuarto donde tenía una estola y una rejilla, y él se arrodillo e hizo su confesión. Fue una escena realmente extraña. El cuarto en penumbra, con solamente la lámpara que alumbraba tímidamente desde afuera, con la casa totalmente en silencio, y el majestuoso sonido del campanario anunciando la media noche. En medio de todo, la labor de Dios se logró, y cuando nos hallamos parados en la puerta, él me dijo:
-Padre, usted puede confiar en mí. No tengo un centavo en este mundo. Le devolveré la plata que usted me preste, el próximo sábado.
Puse mi mano en el bolsillo. Solamente tenía un billete de dos dólares.
-Lo siento – le dije-, no tengo nada más.
-Es suficiente, padre. Trataré de encontrar trabajo, y mientras tanto esto me alcanzará para la comida y el alojamiento que necesito. Regresaré el próximo sábado. Buenas noches.
-Que Dios te bendiga, hijo -le dije-, buenas noches.
Y cerré la puerta.
Me tomó un largo rato el poder dormir. La cara de ese pobre hombre la tenía delante de mí. El pequeño rosario, y la imagen vívida de su vieja madre en esa silla, en el portal, tal parecía que me seguían, aún cuando soñaba…
¡Oh, benditas madrecitas que rezan por sus hijos descarriados, nunca se den por vencidas! Dios no ignora sus oraciones. Ellos regresarán, y habrá felicidad en el cielo por el pecador que regresa, por esa oveja que estaba perdida y fue hallada por sus oraciones llenas de amor.
No necesito decirles que el muchacho regresó el sábado siguiente y ha seguido viniendo desde entonces, llevando una vida digna de un hombre bueno y honesto.
(Fuente: A Missionary’s Notebook, Rev. Richard W. Alexander, New York : P.J. Kenedy & Sons, 1908, pp 122-125)